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Oliver López

Narraciones

VINDEN EL COMALA DE PEDRO MIRANDA

VINDEN EL COMALA DE PEDRO MIRANDA

Hoy, cuando la tarde hacía sus amagos con la noche, abandonamos Lycksele (1). Ingresamos al tren y arrancamos con rumbo conocido. En los pasillos del tren la música sonera de un pasajero latinoamericano, el vaivén de la locomotora y lo confortable de los asientos contribuyeron a reencontrarme en los placenteros brazos de la primogénita de Morfeo, pero sabía que el viaje era corto y pronto me despertarían de la dulzura del sueño.

Llegado al primer tramo de nuestro viaje, Vinden (2), un agente de la empresa de ferrocarrilera nos despertó y casi forzado nos hizo salir del tren, yo con las maletas en las manos, aún cansado y adolorido como si me hubieran molido a palos. Al bajar del tren vimos un panel colgado sobre un poste que decía, “Vinden Station”. La oscuridad forzada, la ausencia del personal de atención en la estación, resultaba muy extraño el lugar. La neblina densa cubría la ciudad y apenas se distinguían algunos cúmulos de nieve por algunas las calles.

En la biblioteca de Lycksele, por la mañana había leído que esta es una gran ciudad con una población numerosa. La primera vez que pasé por aquí, no me topé con habitante alguno, era noche como ahorita, que tampoco encuentro alguien para preguntar por alguna tienda, donde comprar alguna bebida que aplaque mi sed. 

Caminé, una, dos y  tres cuadras. Hasta que hasta perdí la cuenta de cuantas veces habría trotado sobre el reluciente manto de nieve, a pesar del trecho transitado, no divisaba signos de vida, ni murmullo pueblero.

En mi trayecto por esas calles, habían conocidas tiendas como el Systembolag, Ålens, H&M, Electrolux y otros locales comunales, pero la ausencia de gente era conmovedor. Comencé a sudar frío sin motivo alguno, la sed y el hambre que llevaba se fue amenguando por una psicosis inesperada.

En las calles, observé que los faros de luz tenían formas impresionantes semejantes a estrellas del firmamento, ostentaban un brillante dorado como pocas veces visto por mortal alguno. En ese momento, lo más profundo de mi ser, dudó del cuerpo puesto en mi alma.

Después de recorrer el pueblo tras tocar puertas para proveerme alimentos y no encontrar cafetines, ni persona que me brinde información emprendí el regreso; al caminar percibí que mis pies no asentaban con firmeza mis rastros, sino que sentía como si posaran sobre suaves mantos de finas fibras de algodón. En ese preciso instante percibo reflejos sobre aquellos balanceos y chillidos de la locomotora, que me desembarcó aquí. Eran enormes ruidos para catalogarlo como normales para un tren de pasajeros. Entonces me inquietó una interrogante sin respuesta qué sucedió en el tren.

Colgado sobre el vilo de mis angustias, en cuestión de segundos busqué a mi compañera de viaje, para explicarle que en esta ciudad toda la gente ha viajado para celebrar el Año Nuevo, pero ya ella también había desaparecido. Entendí su ausencia. Un soplo de extraña fuerza se apoderó de mi cuerpo, calmándose mi angustia y alegrándose mi espíritu. Un extraño lenguaje e indescriptible para mortal alguno me comunicaba que la madre de mis hijos continuará viajando, pero que yo continuaré esperando, aqui, en Vinden un villorrio, que por extraña coincidencia se asemeja al Comala de Pedro Páramo.

 

Pedro Miranda.

Vinden, 28 de diciembre de 2016

 

(1) vinden, ciudad ubicada al norte de Suecia

(2) Lycksele, ciudad al norte de Suecia

El Globo de la Vida

Por Pedro Miranda *

La página en blanco quema, arde es un recóndito dilema de aventuras inesperadas sin destinos fijos. Dicho esto, la sensación de recrearse mentalmente impulsa mis dedos lentamente a posarse sobre las teclas del ordenador y comienzo.


Hace algún tiempo que tenía por vecino a Joaquim un ilustre ciudadano iraní, connotado hombre de letras y profesor de una escuela de mi barrio donde enseñaba literatura. Como les dije pretéritamente, no lo veo hace un buen tiempo. No sé si se mudó, enfermó o pasó a mejor…  no deseo completar esta última frase. Una tarde que bajé al sótano, donde guardo mis enseres viejos, para buscar en mis archivos una fuente de información. Me encontré con lo que ya no es sorpresa actualmente: las cerraduras de uno de los depósitos había sido violentado, dejándolas abiertas de par en par. Por la cantidad de libros que allí habían supuse que serían de mi vecino el profesor. Pasaron varios meses y allí estaban los libros todos revoloteados entre si,  en cuyas rumas resaltaban a primera vista los títulos. Mi curiosidad emergió abruptamente como cuando era niño y la tentación por examinarlos  iba en aumento cada día. Pues las puertas continuaban abiertas y la ética impedía mi acceso.  Un día ya no pude evitarlo, así que decidí ingresar  y saciar mi ímpetu por lo desconocido. Aquella curiosidad que me persigue toda la vida: leer libros. Había tantas obras como idiomas en si. Me sentí  alborozado, como si hubiese hecho un gran descubrimiento o hubiese convertido el mejor gol de mi vida en un partido definitorio. Había satisfecho mi ego con todo lo que tenía a mi alrededor. Era como un duchazo donde en lugar de las gotas de agua te caen sobre la mente gotas placenteras de conocimiento. Allí estaban Marcel, Proust, Balzac, Quevedo, Cervantes, Strindberg, todos los premios Nóbeles, escritores latinoamericanos, norteamericanos, franceses, alemanes, nórdicos y árabes.  Me preguntaba si todo esto habría sido el alimento del profesor, poeta, escritor y cronista del semanario Sésamo. Convine en que toda estas obras de la literatura universal no podían descartarse como papeles de reciclaje. Mi obligación era que debía buscar a Joaquim Hassan, para decirle que por el amor de Jesús o Mahoma aquellas obras no podían estar así, en riesgo de pérdida cultural.

Pasaron las semanas y no localicé a Joaquim. Andaba en éstas cuando una tarde que regresaba a casa, tuve un extraño presentimiento, algo así como cuando se detiene a un refugiado para expulsarlo. Vi un camión  que salía raudamente de los depósitos, transportaba muebles viejos  y otras cosas más. Desesperado bajé inmediatamente  al sótano y con gran pesar confirmé mi presentimiento: toda la biblioteca de mi vecino el iraní, pedagogo, vate, literato y reportero del semanario Sésamo los habían cargado para botarlo al basurero.  En ese instante me quedé con la angustia que me corroía el alma, como si alguien muy apreciado se hubiese perdido para siempre. Felizmente una oportuna reflexión transformó mi curiosidad de haber conocido su perfil literario de mi afable vecino Joaquim mediante sus libros de lectura por otra vivencia cuyo recuerdo nostálgico  nos muestra hasta donde podemos llegar con los libros. Ahorita mismo se los cuento.  

Cuando era pequeño, tendría aproximadamente cinco años,  me gustaba  curiosear los libros de mi padre, los había muchos sobre un estante de color caoba, de tan fino estilo, era  la joya de la casa y casi todos aquellos voluminosos textos estaban a mi alcance. Acostumbraba imitarle. Como solía hacerlo él. Yo también colocaba algunos libritos sobre mi “mesita de noche”, para luego a la hora de acostarse pedirle a mi padre o mis tías me contarán algo. Yo no entendía los textos escritos, solamente captaba el significado de algunas figuras de algunos libros, pero obras con imágenes habían poco. Comentaba mi padre que en los libros pernoctaban historias interesantes que todos deberíamos saber y conocer. Hoy a pesar del tiempo transcurrido, esa vieja costumbre de tener los libros en el mismo lugar de cuando fui pequeño no ha caído en “saco roto”. Actualmente mantengo el hábito, pero con cierto matiz en la proporción: tres con lectura terminada y tres por empezar.

Retomando las añoranzas, un buen día en medio de las páginas de un librito, en cuya página se apreciaba a un hombre flaco y otro gordo, enjaulados como fieras  y conducidos en una antigua carreta. Allí justamente encontré un globito raramente aplanado, luego de dejar el librito en el “velador”, para su posterior lectura, me fui a la plaza para mostrar mi descubrimiento a los demás niños de aquel pueblo. Mi globito era realmente la sensación,  pues en esta villa de ensueños,  los infantes jugábamos  con algo similar, solamente cuando se mataba al chancho, entonces aparecían los muchachitos por la plaza con su globito. En esta ocasión este globo no tenía un origen porcino, era de un material desconocido para todos nosotros, además ostentaba la boca para inflar demasiado ancha para ser un globo normal, lo que dificultaba inflarlo, pues debido a su forma se perdía el aire, al no poder inflarlo,  pedimos ayuda a los ancianos y  jóvenes cercanos. Hasta que juntos logramos darle todo nuestro aire lo hicimos tan grande, que luego lo paseamos orgullosos, por toda la plaza principal,  mostrando el globo más grande de todos los tiempos que jamás se haya visto por aquellos villorrios.

Luego de algunas horas de juego globalizado llegó una señora vecina de mi padre  y cortó nuestra algarabía  aduciendo que era peligroso jugar con un globo tan grande, pues podría reventar y causar heridas de consideración,  yo no lo entendí así y me puse a llorar desconsoladamente, hasta que llegó mi padre.

De regreso a casa por la noche, a la hora de acostarme y tomar el libro para la lectura habitual, recordé mi globo, mi padre notó brillos en mis ojos, apresuró inmediatamente la narración del caballero andante, don Quijote de la Mancha y Sancho Panza, grandiosa obra que tampoco entendí, porque durante la lectura pensaba más en aquel globo que nunca más inflaré. Algunas semanas después la señora que me arrebató el globo se convirtió en mi profesora y afectuosamente me explicó que habían globos de la vida que nunca se deben inflar. La gente del pueblo, que alguna vez había visitado la costa, conocía el origen de mi globo, con ellos compartí mi inocente alegría. Con la gracia típica de la gente de la zona escuchaba pronunciar: “Globo, globo de la vida”, así nos hacían barra cada vez que dábamos una ronda alrededor de la plaza. En ese momento no entendí porque un globo puede ser de la vida. Veinte años después cuando regresé al entrañable pueblo de mi padre, Santiago de Chisque, en el distrito los Atavillos Altos, provincia de Huaral, en una noche de preparación de las avellanas para la celebración de la fiesta patronal, los amigos  me recordaron esta  historia y la relación  de mi padre con la profesora, que gracias a ese raro globito no hubo más que un hermanito.

Estocolmo, 12.04.2009

Amigos Amigas! A veces las lunas se ocultan cuando  contabilizo el tiempo de vuestras ausencias. Me propuse saludarlos, pero consideré no pertinente si no adjuntaba una modesta cosecha para compartir con ustedes. Sin más preámbulos allí va y buen provecho! Saludos Cordiales.-Oliver López

* Seudónimo del autor

 

 

 

 

Mi Perfil

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Mi perfil

Nombre y apellidos: Oliver López

Sexo: Hombre.

Edad: Más de la que yo quisiera.

Fecha de nacimiento: 29 de Mayo

Lugar de nacimiento: Huaral, Lima, Perú.

Aficiones preferidas: Informática, derecho, literatura, jardinería… -  mejor dicho: cosas simples de la vida -.

Libros que leo: Las de Juan Rulfo, José María Arguedas, Henning Mankel, Edgar Allan Poe, (Sociales, Ciencia ficción, Policiacas…)

Música que me gusta: La ancestral andina del Perú Profundo,la clásica y para variar las románticas y melódicas que inviten a mover el esqueleto.

Profesión: En la actualidad aprendiz de bloguero.

Si alguien quiere contactar conmigo de manera privada, mi dirección de correo es justiciero7577@yahoo.com

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Oliver López.